martes 23 de abril de 2024 - Edición Nº -1966

Información General | 28 feb 2015

Historias de la Ciudad

Bingo de La Plata: enviciados y aburridos

Sobre la alfombra roja los pasos se hacen livianos, como si fuese menor la fuerza de gravedad. Ni bien traspasó la doble puerta de vidrio, Daiana frenó la marcha, movió los dedos de los pies y frotó sus manos discretamente. El Bingo La Plata la espera todos los días del año, las 24 horas del día; es una fija.


En la sala del Bingo platense más de un centenar de mesas redondas se disponen en un lugar en el que el reflejo de los espejos se hace infinito.

La luz artificial es tan intensa que ningún cuerpo refleja sombra. Sólo resaltan los televisores planos que transmiten la filmación del bolillero y los tableros con luces led que indican los premios y los números que ya salieron.

Daiana apuró la búsqueda de dos sillas libres, porque no se quería perder otra partida. Se enojó con su marido porque la atrasaba con su andar demasiado lento.

“¡A esta hora no se puede elegir mesa, Antonio!”, gritaba. El señor, de pelo canoso abundante y barba grisácea, la fulminó con la mirada. Se acomodó en la silla acolchonada de caño, posó las manos en su cintura ancha y meneó la cabeza para los costados, con los ojos entrecerrados.

“Acá, acá, una, acá, una, acá, una serie, acá ", decía. Daiana agitaba los brazos con desesperación. Sus piernas repiqueteaban sobre las puntas de los pies pese a tener cara de cansada. Luego repartió los 6 cartones en partes iguales con su marido.

“Comenzamos. Primer número, 56. Cinco, seis ". Una voz masculina algo impostada empezó a cantar las bolillas por los parlantes y el bullicio general dejó paso a un completo silencio.

Daiana tachaba por completo los cuadrados de su cartón hasta dejar el papel húmedo con la tinta negra de su fibrón. Su marido usaba otra técnica; solo hacía un círculo alrededor del número cantado. Otros dibujaban cruces o simplemente un punto.

En la bola 40, una voz femenina gritó “¡Bingo!”, sin demasiada euforia. Todos comenzaron a estirar sus cuellos y a girar sus cabezas como suricatas. Obviamente, buscaban a la ganadora.

“Pobre señora, una bolilla antes y sacaba 70 lucas ", explicó rápidamente un viejo pálido que vestía un conjunto deportivo azul, con el escudo de la Asociación de Fútbol Argentino en el pecho. Usaba un colgante de hilo de nailon negro como el que llevan los silbatos, pero el suyo finalizaba con anteojos de aumento.

“¿Alguien ganó algo? ", repetía ansiosamente Daiana. Sus pies ya no repiqueteaban.

“No, pero hace un ratito los de al lado sacaron bingo. Anda por acá ", contestó el viejo con seguridad. Aunque en toda la sala se puede solicitar el servicio gastronómico, hay un compartimento llamado “comedor” que solo se diferencia por sus mesas cuadradas y los manteles individuales. Además, es el único lugar donde la gerencia no exige jugar todas las partidas mientras se degusta el menú.

De todos modos, este recinto con paredes de vidrio tipo pecera, también está equipado con televisores y pantallas. Nadie puede escapar a la monótona transmisión del bolillero.

“Vos decime basta Roberto ". Una botella empinada escupía chorros de whisky nacional y barato dentro de un vaso Old Fashion. La mano del mozo cortó sola.
“Ahí esta bien”.

Las palabras de un señor de unos 50 años, que parecían 60, llegaron tarde, como de compromiso. Tenía la voz tomada por una carraspera profunda. “Traeme una milanesa con papas fritas y un vino tinto”, dijo.

“Yo quiero lo mismo que él " ordenó un viejo panzón de piel oscura que compartía mesa con Roberto. No se conocían. Sus ojos inyectados de sangre no dejaban de apuntar a las pantallas ni por un instante.

“Señor, ¿cartones?” preguntó una empleada de pelo castaño recogido, ojos hundidos y nariz aguileña.

El cálido olor a fritura menguó cuando un limón exprimido desprendió su jugo sobre la milanesa de Roberto. Cada vez que el viejo sorbía un trago, un vaho etílico dominaba la escena. Su dentadura llena de baches mordía lentamente cada uno de los bocados que eran arrimados con paciencia. En cambio, el otro señor engullía a toda velocidad.

Antes de ser tragada, su comida triturada era remojaba en el buche con jugo. Sus ojos cargados de derrames recorrían un trayecto lineal de la pantalla hasta los cartones que estaban pegados con pequeños stickers rojos a su mantel individual. El plato había quedado a un costado y el tenedor era llevado a la boca en un movimiento casi mecánico.

Una chica menuda que apenas pasaba los 18 años cenaba en una mesa doble con un muchacho bastante más grande al que había empezado a atacar una incipiente calvicie. Solo él jugaba, y de a cuatro cartones. Ella paseaba sus ojos redondos por la sala, mientras terminaba su plato de sorrentinos con crema que ya estaban fríos. Su mirada se detuvo en un cartel pegado contra una de las paredes transparentes.

“Fracasas cuando intentas controlar el impulso de jugar”, nos explicaba. “Y engañas a tu familia para volver a jugar”.

“Último, último cartón. Uno más. Último”, se escuchaba por los parlantes en la sala. Los anuncios de los vendedores se entreveraban como el griterío de una bandada de cotorras.

“Si perdés buscas revancha. LLamanos al 0800-444-4400. Subsecretaria de Atención a las Adicciones”, decía un cartel que acumulaba el polvo de muchas noches repetidas.

“Fabio, tomá. Te lo guardé para vos ". Un vendedor petiso, con pelo mota cortado al ras y dientes extremadamente blancos dejó el último cartón que le quedaba sobre la máquina de un señor gordo que usaba recogido su pelo largo y escaso.

“Si sale éste, tenés premio”, aclaró. El gordo sonreía exhibiendo como una postal dos gigantes paletas separadas. Ocupaba una de las máquinas reservadas para los jugadores de más de 6 cartones por ronda. En esa ronda, él jugó más de 50.

Como la máquina controla el juego en forma automática, en todas las manos, Fabio compraba alguno de los cartones que eran anunciados como el último, para también jugar en forma manual. El bolsillo de su chomba rayada portaba un ticket a cobrar, expendido por algún otro sector del bingo. En esa partida, cantó línea pero, el locutor anunció que era compartida por otras dos jugadores. No le alcanzó para recuperar lo apostado.

La voz cantora no abandonaba a los jugadores ni en el baño.

En el sector de las columnas espejadas se ubicaban personas que no demostraban tanto interés en el juego y la mayoría compraba de a un solo cartón. Allí, el tablero es más viejo; negro, con focos rojos que se asemejan a los marcadores de básquet. Además, es el sector más alejado del bolillero. Por todo eso, funciona como una extensión del comedor que los días de mayor asistencia reservan mesas con más de dos horas de anticipación.

“¿Cuáles son esos días?”, preguntamos. “Todos los viernes, sábados y domingos, las noches previas a los feriados, y también los días feriados”, nos explicaron. “Casi siempre”, dijimos con tono suave. “Sí, bah, siempre, yo diría. Esto no para nunca, y cada vez viene más gente”. El gordo metió (una vez más) su camisa dentro del pantalón, se rascó el culo, metió la mano en el bolsillo y fue a comprar otro cartón. No hay tantas cosas para hablar allí, en el Bingo. El gordo estaba agotado. Sólo tenía resto anímico para seguir jugando.

“Chau, suerte”, dijimos a modo de despedida. Pero era tarde: se oían otra vez los gritos por los parlantes que repetían números, y todo era silencio.

“Si perdés buscas revancha. Llamanos al 0800-444-4400. Subsecretaria de Atención a las Adicciones”, decía otro cartel a la salida. Nos preguntamos si acaso no debería estar el mismo texto, el mismo cartel, el mismo mensaje, en cada cartón.

Nos preguntamos qué aporte hace el Bingo a la comunidad, más allá de su capacidad contributiva para el fisco. Nos preguntamos cuántas vidas y cuántas familias habrán quedado rotas alguna noche entre esos muros.

Y peor aún: nos preguntamos cómo puede esta sociedad juzgar a un pibe que lleva un cigarrillo de marihuana mientras las luces de neón convocan desde bien alto a miles de ludópatas, día tras día, para engullirlos en nombre del azar.

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