Por: Gastón Landi
En una Argentina que transitaba por la modernidad, la juventud de los inicios del siglo XX puso el freno a una enquistada elite conservadora que aún tenía el monopolio de la educación. Pese a la fuerte resistencia de estos sectores, la lucha de la clase obrera y la persistencia de los estudiantes sentaron las bases para la conocida Reforma Universitaria de 1918.
Con los primeros años del gobierno de Hipólito Yrigoyen, la UCR se enfrentaba a un gran desafío: consolidar su poder defendiendo las banderas universitarias mientras luchaba contra el orden conservador enquistado en las instituciones. Córdoba cuna de la universidad, tenía este complejo problema en donde quienes manejaban la vida educativa preservaban la idea de que los derechos de los estudiantes eran prácticamente nulos. Esta situación escaló la tensión hasta que los jóvenes elaboraron un pedido que reformaría el sistema. Sus principales puntos fueron: la democratización de la Universidad (integrando a docentes y alumnos en el gobierno), la libertad de cátedra y pensamiento, la promoción de la ciencia, la renovación académica, la extensión universitaria y la autonomía.
Uno de los principales responsables de esa situación era el rector de Córdoba, Antonio Nores, una figura destacada en el ámbito conservador y eclesiástico, miembro de la logia ”Corda Frates”. Ese grupo tenía como misión elegir a los docentes universitarios.
Además, uno de sus objetivos claros era prolongar el sistema fraudulento que traía como costumbre de los espacios partidarios a los que el mismo era miembro. Era poseedor de un diario de la época “Los principios” que promulgaba en sus ediciones un desprecio grande por las ideas reformistas.
En esa etapa de mucha convulsión universitaria, la figura del activista político Deodoro Roca fue contundente. La redacción del Manifiesto Liminar por su autoría lo ubicó como una de las personalidades más importantes de Argentina, y su voz se extendió por toda Latinoamérica. Un escrito sumamente importante que sentó las bases de la autonomía, el cogobierno y el compromiso de la ciencia con la sociedad, algo nunca visto e impensado hasta esa época.
Ese hito marcó a toda una generación y, con el apoyo del gobierno radical, se convirtió en el espejo de muchos países limítrofes, que replicaron las medidas en sus respectivos sistemas educativos.
Sin embargo, una de las grandes conquistas del sistema educativo argentino se daría décadas después. La gratuidad de la enseñanza, un pilar de la educación superior en el país, se efectivizó en 1949, bajo el gobierno de Juan Domingo Perón, haciendo que la universidad fuera accesible para todos, sin importar su condición social o económica.
Hoy, aun con estas conquistas nobles que pusieron al sistema educativo argentino a la vanguardia, la lucha contra el avasallamiento sigue vigente. En la actualidad, el desfinanciamiento mezclado con auditorías que no son del todo claras marca, como en el conservadurismo universitario cordobés de 1918, que el saber independiente es una amenaza. Un ejemplo concreto de esta postura es el reciente veto presidencial a la ley que restituía el Fondo Nacional de Incentivo Docente (FONID), una medida que profundiza el recorte de fondos y la precariedad en el sector.
Este ataque no fue respondido con silencio, sino con una multitudinaria marcha federal universitaria que el año pasado llenó las calles de todo el país, demostrando que la defensa de la educación pública sigue siendo una causa popular.
Tal como en los gobiernos conservadores, los ataques actuales a la universidad pública no son un hecho aislado, sino la repetición de una misma estrategia de avasallamiento. No puede existir una estructura nacional educativa si no se permite que estas mismas decidan la manera en que deben integrarse tanto internamente como en su rol con la sociedad.