martes 27 de mayo de 2025 - Edición Nº 29.188

Información General | 27 sept

Informe de Mariana Sidoti y Eliana Wilde

Quién es quién en la Zona Roja de La Plata: múltiples factores de la inseguridad

La denominada "Banda de los Nenes" pasó a figurar en los medios locales como un flagelo para vecinos, policías y comerciantes de la Zona Roja platense. Se trata de jóvenes de barrios periféricos, muchos de ellos niños y en situación de calle, cuya realidad compleja y enrevesada confluye con los constantes reclamos vecinales por la inseguridad, la venta de drogas y la falta de políticas estatales. Infoblancosobrenegro recorrió el barrio: este retrato se compone de diversos intereses, demandas y pocas soluciones


“Los pibes acá en la plaza, están como falopeados” . Manuel (17) reversiona la canción interpretada por La Liga “Cómo que no”. Está sentado en un banco, en el centro de la Plaza Matheu, con dos amigos que lo escuchan y festejan su analogía: es el animador de la noche. Están esperando, como todas las noches, que algo suceda; algún transeúnte regalado, tranzas ocasionales en busca de clientela, la visita –anunciada- de la policía. Es miércoles por la noche, una llovizna rocía las viseras y el barro ensucia algunas Nike relucientes. “El mes que viene voy a tener que comprar otras porque las quemo”, dice Nicolás, otro asiduo caminante de la Plaza. Todos vienen de barrios diferentes, desde Altos de San Lorenzo, pasando por Villa Elvira hasta Barrio Aeropuerto: lo único que parecieran tener en común es la reunión semanal, el encuentro, la socialización de las drogas y los delitos, en la Plaza. Pocos son amigos entre sí.

Hay dos quioscos abiertos y los vecinos de la Zona Roja se guardan en sus casas esperando no ser víctimas de alguna entradera, asalto o incluso vandalismo. Un niño de 10 años se refriega la nariz enchastrada de cocaína; intentamos hablar con él pero no quiere pronunciar palabra. Pocos minutos después sale a caminar por la Diagonal y rompe algunos vidrios. Llega el viernes por la noche y la situación sigue igual: el niño se mueve con torpeza, encapuchado y sin emitir sonidos.

Los múltiples y continuos delitos – inaugurados por el asesinato del médico Francisco Guerrero (28) en abril de este año – dieron paso a reuniones semanales, todos los miércoles a las 20.30, en el Club Gutemberg (65 4 y 5). En ese galpón se acumulan quejas, propuestas, miedos y organización vecinal: los reclamos derivaron en una fuerte presencia policial, iluminación de la Avenida 66 y más cámaras de seguridad. Pero nada de eso alcanza.

Mientras tanto, en la Plaza y la Diagonal, una veintena de jóvenes recorre las calles en busca de cocaína: aunque algunos roben y otros no, todos terminan drogándose, generalmente con “bolsitas” de fácil accesibilidad económica (mientras que una dosis de calidad se cotiza a $300, en el barrio se consigue a $100). Algunos de los jovenes están en situacion de calle, pero muchos otros tienen familia y hasta hijos, o una larga trayectoria de vivencias callejeras. La ropa, además de las drogas, es uno de los factores que los llevan a cometer delitos: “Cuando se da la oportunidad está bueno andar con ropa de marca, me gusta estar bien vestido. ¿Viste que hay muchos que andan robando para comprar falopa? Bueno, yo me gasto en falopa, pero primero me visto”, cuenta Javier, un joven de 17 años, aludiendo a su campera inflada negra y roja.

Javier acaba de ser requisado por la Policía Bonaerense y no deja de repetir, a lo largo de la noche, que “todos están re duros”: ningún agente pareció percatarse de que llevaba encima un arma calibre 22 escondida bajo el brazo. Mientras camina por diagonal 73, esquivando inútilmente a la Policía, se queja de que a las travestis nunca las paran: de hecho, él acaba de comprarle su dosis a una de ellas con un móvil policial circulando a sólo 10 metros. La versión policial es, obviamente, diferente. Los servicios de calle señalan a algunas travestis como “che pibes”, y aseguran trabajar en la zona para “agarrar a quien provee al travesti. El travesti es el pasamanos, si no cortamos de raíz el problema, travestis van a seguir habiendo”, comenta un efectivo, cuya identidad preferimos no revelar. En busca de declaraciones oficiales, Infoblancosobrenegro recorrió los predios de la CPC (Comando de Prevención Comunitaria), Policía Local y Comisaría 9na, con competencia en la zona, sin obtener en ningún caso testimonios de relevancia.

Resultados demasiado parciales

En la Asamblea Vecinal del Club Gutemberg ya tienen vasta experiencia en causas penales y presentación de pruebas, sobre todo a partir del reclamo por la reubicación de la Zona Roja, finalmente nunca concretado. Han mantenido contactos con el Municipio (específicamente con la cartera de Seguridad), y la Policía Bonaerense. Frente a los reclamos, los agentes suelen explicar que no tienen las herramientas ni la potestad de actuar al momento de enfrentar los delitos que, en su mayoría, son cometidos por menores de edad. En ese sentido Ricardo, un jubilado que participó de algunas reuniones, comenta a este portal: “La verdad es que haya o no policías, lo seguimos viviendo de la misma manera”. Además insiste con que “el tema viene de antes, pero ahora hay más violencia y más drogas”. Ninguna solución parece vislumbrarse en el horizonte. “Uno trata de cuidarse, de tomar recaudos, pero no los hay, no existen.En todas las plataformas políticas figura el tema de la inseguridad, pero después…es cada vez peor”.

El violento robo de un polirrubro provocó que los vecinos del barrio El Mondongo, la Zona Roja y aledaños comenzaran también a reunirse en Plaza Matheu, por convocatoria de una comerciante. “Una de las cosas que se habían planteado era la idea de no revictimizar a los menores, no penalizarlos, pero hay de todo. Otras personas planteaban que sí”, cuenta Miriam, una trabajadora social que ya asistió a varias asambleas. Según ella, los vecinos que se reúnen hace tiempo “hablan de un resultado parcial, totalmente focalizado. Si bien pusieron luces y disminuyó la delincuencia, fue solo en dos cuadras: después se distribuyó por diagonal 73”.

La Asamblea que se realiza en la Plaza tiene un tinte más informal, y no se sabe si continuará reuniéndose. A pesar de las diferencias en la óptica vecinal (sobre cómo atacar el problema, o a quien endilgarle algún tipo de responsabilidad), el reclamo sobre la acción policial es el mismo: “Se les exige, además de presencia, compromiso”, explica Miriam.

Un ping pong de responsabilidades

Uno de los policías de servicio insiste en la necesidad de investigar a los fiscales: “Ellos son los que los dejan en libertad; después se quejan de que la policía no hace nada, pero nosotros hacemos”, asegura. La charla transcurre mientras otros dos efectivos vacían la mochila de César, un joven de 24 años que acaba de salir de un penal con libertad asistida. La solución para el oficial radica en la construcción de un Penal Juvenil “donde no los caguen a palos, porque ahí salen peor”. Quienes recorren en patrullas la zona aseguran que deben parar y requisar “todo el tiempo”; se quejan, plantean que la Municipalidad “está de dibujo” y que Desarrollo Social sólo interviene con el ex-CAT (Parador Juvenil, Diag. 73 entre 115 y 116), donde los jóvenes pueden entrar, firmar e irse en pocos minutos.

“En el CAT yo entro, firmo y me voy”, corrobora Danielito, 16 años, 8 hermanos, padre trabajador y madre ama de casa. Niega rotundamente ser integrante de una Banda: “La banda de los nenes”, dice, es “un invento de la gorra y los diarios”. Danielito es uno de los más buscados en la zona por la policía debido a sus constantes robos y su condición de menor de edad. Llegó hasta 5to año de la Escuela, nunca pudo pasar 6to y todavía no sabe leer. En una noche se suceden tres encuentros con la bonaerense y en dos de ellos lo llaman aparte para hablarle. Él dice que no robó nunca ni jamás robaría para ellos: roba solo, está solo, “re jugado” y no le tiene miedo a la muerte. Javier interviene: “Acá nadie rescata a los pibes. La policía los agarra con cosas, se las saca, los caga a palos y después los dejan ir. La gorra te saca los celulares y te dice ‘¿Qué querés, 100 pesos?’”. Le preguntamos a Danielito qué les diría a los vecinos del barrio. Él contesta escueto: “Que los vuelen, si la gente ahora te ve con cara de maldito, corte te quieren explotar”. Hace dos días visitó por primera vez un juzgado; conoció a una Fiscal que le “habló bien” y lo notificó para que se cuidara: la segunda vez podría terminar encerrado.

El accionar policial pareciera estar limitado por la inimputabilidad de los jóvenes que delinquen. Ese es el mayor reclamo a nivel policial: los agentes encuentran a un menor robando, lo levantan, lo llevan al CAT (donde, según dicen, casi nunca hay lugar) y al otro día lo encuentran nuevamente circulando por la zona. Ellos, los jóvenes, insisten en remarcar la brutalidad policial a la que son sometidos: mencionan desde trompadas en la cara hasta patadas en los tobillos, pasando por “verdugueos” y amenazas constantes. Reconocen que la droga es un factor clave a la hora de caminar el barrio, que tan pocas atracciones presenta, por la noche, para ellos. Están acostumbrados a robar; muchos tienen familias numerosas que no pueden hacerse cargo de su situación y, cuando los ingresan a un hogar, salen casi al instante.

“Muchos vecinos posicionan a los chicos como víctimas de toda esta situación. El tema sobrepasa a los chicos”, asegura Miriam. Ella comenzó a participar de las reuniones vecinales no solo por un interés profesional, sino sobre todo por la necesidad de organizarse en comunidad y tratar de resolver estos conflictos. Hace hincapié en la multiplicidad de factores que intervienen en la trama policial que viene azotando al barrio, reconociendo que “en el tema de las drogas, no son (culpables) ni las travestis ni los menores”. La violencia de los clientes, en muchos casos también de la policía y los propios consumidores de cocaína, hacen que muchas de las travestis y transexuales que se prostituyen en la Zona Roja no quieran dar su opinión sobre el tema. “Esto está prendido fuego”, se limita a decir una de ellas.

Todos los jóvenes coinciden en que los códigos de la calle han cambiado. Muchos de los entrevistados reconocen que ya no se protegen entre ellos si la policía los captura (cometiendo un robo o por simple averiguación de identidad); las drogas mutaron del poxiran a la cocaína en pocos años y los mayores muchas veces invitan a los más niños a drogarse con ellos. Pero hay algo que permanece: el dinero que se obtiene robando no se ahorra ni se guarda porque, como explica Javier, “lo que fácil viene, fácil se va”. Los recursos ganados con trabajo – que muchos intercalan con ocasionales robos – se gestionan de forma más racional y cuidada. Danielito asegura: “Muchas veces no tengo ni 10 centavos”. Pero viene para “estos lados”, roba y lleva dinero para su casa. Los policías dicen que cuando Danielito se junta “con los otros” (un pseudogrupo conformado por niños, algunos menores de 10 años), “hace más cagadas”. Él afirma que cuando roba no comete “ninguna maldad”.

Es viernes a las 6. Mientras algunos estudiantes regresan de bailar, los comerciantes levantan sus cortinas metálicas y muchos policías terminan su turno, los niños y jóvenes que frecuentan la Zona Roja continúan dando vueltas hasta que el sol vuelve a asomar. Recién ahí sacan su SUBE, esa que también utilizan para picar droga, y se suben a un micro matutino. Como al final de cada noche se van, cada uno por su lado, algunos intactos y otros más “golpeados”. La diagonal los espera mañana y es la vuelta del perro: en algún momento se volverán a encontrar.

(Los nombres de los protagonistas han sido modificados para preservar su identidad)

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